M. J. S. Mayo- Al igual que un buen relato, una canción que vale la pena mantiene el interés del oyente hasta el final, tiene coherencia y también momentos contundentes: ese solo magnifico, esa parte que de repente cambia el sentido de la canción, esa honestidad intachable.
Lo que plantea Nowhere Boy –que se estrena esta semana en el cine Renoir Retiro- se queda, salvo pequeños e interesantes destellos, en melodía para hilo musical. Más allá del interés de acercarnos a los años más jóvenes de John Lennon y a cómo empezó a cogerle gusto a la música –dentro de lo cual lo más interesante es asistir a los primeros roces con Paul McCartney-, esta película tiene poco más que ofrecer.
Hay una sencilla duda que asalta con el visionado de la cinta: ¿Por qué recuperar ahora su historia? Muchos dirán: “Es que se conoce poco de su pequeño drama familiar y cómo el dolor le curtió para luego crear cosas tan importantes”. Sería la mejor explicación, visto lo visto, pero no es la que se desprende de este trabajo de Sam Taylor-Wood, directora preocupada en aferrarse a un dramatismo insistente y mal calibrado, en enumerar datos de la biografía de Lennon, para finalmente descuidar el sentido del conjunto.
Todo ello demuestra una carencia de discurso más que evidente. A la película le falta alma, le falta atención a esos detalles que hacen que los personajes se enriquezcan. También un protagonista con más matices que los que aporta el atractivo Aaron Johnson. Por suerte está Kristin Scott-Thomas para aportar peso y credibilidad, sin despreciar tampoco el esfuerzo de Anne-Marie Duff como madre de John, aunque en su caso se demuestra especialmente el poco tino de Taylor-Wood a la hora de perfilar las distintas personalidades aquí descritas, algo de lo que parte de culpa recae en el lineal guión de Matt Greenhalgh.
Nowhere Boy demuestra, por tanto, ser una historia destinada a ilustrar a los curiosos de la música en general -su publicidad así lo afirma: “John Lennon. Conoces su nombre. Descubre su historia”-, pero también un ejercicio condenado a la indiferencia de los que buscan ese algo más que hace que una película se quede grabada en la memoria. Como una buena melodía que se volverá a tararear con gusto una y otra vez.
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