WhatsApp

Madrid,

J. E. Villarino*.- WhatsApp es esa aplicación que millones de terrícolas llevamos en nuestros móviles inteligentes, por no decir smartphones, que ya son casi todo menos teléfonos. Hacen de casi todo, incluso que nuestro rastro vital esté a disposición de cualquier gobierno, organización, o Dios no lo quiera, secta maligna y tirana.

En honor a la verdad, hay que decir que algunos de estos inconvenientes se trocan en bondades como puede ser que se convierta en un instrumento de socorro para situaciones de emergencia y la colaboración que las huellas que dejan prestan a las policías para resolver crímenes u otros delitos.

WhatsApp ha desbancado a los SMS, sin duda por la gratuidad y la posibilidad de enviar textos, audios e imágenes, lo que nos permite presentarnos, sin llamar, en la casa (móvil) del amigo, familiar o del vecino y escribir, decir o “imaginear” lo que nos venga en gana.

Últimamente no me llevo nada bien con WhatsApp por un par de percances que, sinceramente, debemos repartirnos mitad por mitad entre mi persona y las características de la aplicación y he de reconocer que estas características por las que destaca este medio de comunicación se prestan a lo que luego sucede.

WhatsApp destaca por dos cosas: por su inmediatez y por la parquedad del lenguaje. A diferencia del género epistolar del siglo pasado, que en ocasiones eran verdaderas epístolas con introito, corpus y epílogo, los mensajes de WhatsApp son eso, puros mensajes, meras frases, lenguaje comprimido.

Su otra característica, la inmediatez lo convierte en el medio más evanescente y poco perdurable. Al tiempo, todo lo que se escribe en whatsapp adquiere categoría plana. Nada es más que nada. Incluso en su grafía y sintaxis.

La grafía whatsappiana es para echarle de comer aparte. Es una de las cosas que más me irrita de este medio. Da lo mismo mayúsculas que minúsculas, tildes, que no tildes, bes que uves, haches o sin haches, etc.

Se trata de un duro varapalo al lenguaje, quizá superior al de Twitter -que ya es decir- y otras aplicaciones de Internet. Parece que una información inmediata en el tiempo tenga que hacerse plagada de faltas de ortografía, a las que hay que sumar los destrozos que causan los errores que cometemos como consecuencia de que las yemas de nuestros dedos son el doble de las teclas virtuales de nuestros dispositivos.

Puedo decir, y otro tanto dirán de mi, que el 70% de los mensajes que he recibido estaban plagados de faltas y errores, hasta el punto de que una amplia panoplia de ellos me resultaron ininteligibles. La inmediatez de WhatsApp convierte casi todo en cotidiano y es por ello, también temporalmente plano. Casi todo es presente y el pasado es puro archivo de bits.

La sintaxis, pues a la misma altura que la ortografía. Un palo tras otro, hasta el punto de afirmar que en WhatsApp la sintaxis de los textos brilla por su ausencia y no solamente es la ortografía y los dedazos los que hacen ininteligibles los textos de los mensajes.

La sintaxis, que no es otra cosa que la ordenación inteligente de los vocablos, de las palabras para que éstas adquieran significación y sentido, está también muy tocada.

Si hablamos de conversaciones en grupo, la cosa se complica también. No hay diálogos, cada cual va a lo suyo y no se sabe quién habla con quién y quién responde a quién. Es un galimatías en el que nadie pone orden y concierto y no hace falta que sea en varias lenguas, que el monumento a babel y su torre, está servido. Para no andarme por las ramas: un carajal.

Por todo esto, me preocupa el futuro del lenguaje, de la lengua que veníamos hablando y escribiendo, que me temo tenga los días contados. Más pronto, o más tarde, los días contados.

Nuestros jóvenes escriben el 90-95% en los medios que llamamos redes sociales. El otro pequeño porcentaje se concentra en lo poco que ya se escribe en la escuela, instituto o universidad. Las imágenes se comen el lenguaje y al lenguaje se lo zampan las redes sociales (Facebook, Twitter y WhatsApp).

Se que la batalla por usar correctamente el lenguaje en estos medios es una misión perdida. Los que ya somos maduritos, al menos en edad, hemos asistido a la irrupción de una radio renovada en la segunda mitad del siglo pasado y al nacimiento de la televisión.

Ninguno de estos dos medios, radio y televisión, han atentado contra el lenguaje como lo están haciendo las redes sociales. La radio, quizá ha logrado todo lo contrario, enriquecerlo. Tampoco la televisión, con el predominio de la imagen ha deteriorado el lenguaje hasta los extremos de las redes.

Un tercer factor a comentar es el hecho de que WhatsApp y adláteres soportan el 90% de los flujos de comunicación en la escritura, en detrimento del lenguaje hablado. En mi escuela se leía en alto en un acto casi litúrgico, de pie, sosteniendo el libro, con toda la clase atenta, bajo la tutela del maestro.

No sólo es que hayan desaparecido las tertulias literarias e incluso las de copa y puro que poblaban los cafés de nuestros pueblos y ciudades, donde la palabra y el diálogo o la discrepancia, también estaban dotadas de inmediatez, sino que los audios y los llamados podcasts donde se archivan los programas de radios son ya una especie en extinción. Lo que no se ve, aunque se oiga, parece no existir.

Por mi parte, no estoy dispuesto a colaborar más en el maltrato a nuestra lengua o de cualquiera otra planetaria. Cada vez más, valoro las lenguas como tesoros donde concurren la historia de los pueblos, su idiosincrasia, sus costumbres, su cultura, de la cual son vehículos las lenguas.

Parafraseando a Mc Luhan, que sostuvo que el medio es el mensaje, no deseo que el medio sea el lenguaje, que el medio mate el lenguaje, porque si no, dentro de pocos años tendremos una forma de comunicarnos que en poco, o en nada se va a parecer a la lengua que hemos aprendido de nuestros ancestros, que resume la identidad en la que hoy nos reconocemos.

WhatsApp no sirve para filosofar por escrito ni para diálogos profundos. Sirve para comunicar cosas sencillas de sí o no, y poco más. Pero ello, no significa tener que maltratar nuestra lengua.

* José Enrique Villarino es economista y consultor, experto en Transporte y columnista de Zonaretiro

Deja tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *